¿Para qué mirar al cielo?

Fotografía sacada de la página de Facebook del Instituto para la Cultura del Municipio de Juárez

No hay un récord Guiness para la pena infinita y aun así la impunidad gana el premio por mayor número de espectadores. Actualmente la violencia se sitúa en una posición recurrente quasi perenne en el estrato social, y por dolorosa que sea, nombrarla a través del arte es una obligación indispensable para que la justicia le gane cabida al olvido, de ahí que puestas en escena como el texto de López Romero sean imprescindibles en festivales como este.  

El día miércoles 4 de agosto, la compañía Bethlem teatro, con la dirección de Angélica Pérez, nos estremeció mediante una cuidadosa escenificación llena de imágenes poéticas, diálogos amargos y una aguda crítica social. La puesta, basada en el texto de Marco Antonio López Romero La ciudad donde más gente mira al cielo, nos muestra la dicotomía que día a día converge en esta ciudad. 

 La obra compara dolorosamente el privilegio de estar en “la ciudad donde más gente mira al cielo” y el detrimento de nacer en la “Ciudad más violenta del mundo” (2009-2011) , con una tasa de homicidios de 271 por cada 100 000 habitantes, y en el país con las seis ciudades más violentas del planeta. Este dato a veces ha querido ser olvidado, otras, escrito casi como apellido de los juarenses, por lo que se obligó al público a dividirse entre el premio Guiness de la minoría privilegiada y la mayoría que tiene (tenemos) en el repertorio de la memoria, plasmada la muerte o desaparición de un ser amado.  

En escena, fuimos acompañados por el sonido doloroso de una guitarra acústica, interpretada por Daniel Aguilar, y cautivados por un grueso camino de arena dibujado lado a lado, delimitado por algunos telescopios y una red en forma de mandala que cuelga del techo del escenario. A lo lejos, se escucha la voz de una familia que emocionada mira la bóveda estelar con fascinación. Por otro lado, más cerca, casi con nosotros, iluminados por una tenue luz amarilla, se encuentran dos hombres y una mujer, que ignoran a lo largo de toda la obra los telescopios y la posibilidad de mirar las estrellas, y que, cansados, se limpian el sudor de la frente y alejan la arena de los ojos mientras escarban el suelo, que los primeros indiferentes pisan, para buscar prendas y objetos que puedan darles un poco de la certeza que el cielo no puede entregarles.

Fotografía sacada de la página de Facebook del Instituto para la Cultura del Municipio de Juárez

En el siguiente cuadro, el reparto conformado por Osvaldo Esparza, Alan Escobedo e Ivonne Chávez, da vida a la voz de los personajes mediante un cautivador monólogo de hechos testimoniales para explicar el por qué, a diario, vuelven a buscar respuestas en los mismos lugares. Así, el escenario se tiñe de rojo y el son de la guitarra acompaña a su memoria, permitiendo, a través de sus acordes, seguir las emociones de cada uno de los intérpretes a los miembros de la audiencia. 

Finalmente, el recuento de las pertenencias perdidas: un sostén, trozos de ropa, la cartera vacía y retazos de tela, traen a la imaginación del espectador temibles hechos y la oportunidad de incurrir, quizás en silencio, a la plegaria que entre ellos solicitan, único momento en el que miran hacia arriba, no buscando a las estrellas sino, más bien, pidiendo respuestas. Esto, mientras uno de los personajes cuelga, uno a uno, nombres de algunos desaparecidos. ¿Se convierte el cielo en un resguardo para la memoria y la esperanza? Sin duda, en la realidad deseamos creer que la justicia no se hace esperar. 

Como dato adicional, es rescatable la cantidad de audiencia en la 39 entrega del Festival de Teatro de la Ciudad, donde, de 300 butacas, 270 fueron ocupadas y aún pudieron verse a lo largo de toda la puesta personas sentadas en los escalones o recargadas en la pared, con el único fin de estar más cerca del escenario. Ciertamente, el confinamiento nos hace ansiar momentos de esparcimiento. Tal vez, después de esto y a raíz de las novedosas propuestas tanto virtuales como presenciales (con “sana distancia” o desde el auto) habrá una nueva oportunidad para el teatro.

La paleta de Mondrian

Fotografía del IPACULT

La pasividad de una víctima ante el acoso sistemático de sus pares o la ignorancia de sus tutores puede tornarse activa a la menor provocación o bajo el influjo de cualquier estímulo. La revisión de mochilas por parte de policías como requisito para entrar al aula comunica un riesgo inminente, uno que late junto a cuadernos, escuadras y estuches de colores. La desatención invisibiliza a quienes no son trendy ni alcanzan la centena de likes por post, a los genios con problemas de lenguaje, a quienes consumen e irradian versos, los que dudan de la ciencia cierta, a todos los freaks que hacen de un rincón del patio una sigilosa trinchera.

Los introvertidos, puesta en escena escrita y dirigida por Angélica Anahí Pérez, inauguró las actividades de la emisión número 37 del Festival de Teatro de la Ciudad, en la categoría amateur. El montaje, estrenado en septiembre del año pasado, escenifica el contexto que antecede a una tragedia, por lo que el mensaje –una fuerte y urgente llamada de atención– se dirige a la prevención. El joven elenco de Bethlem Teatro, estudiantes del CBETIS 114, da vida a cinco estudiantes de nivel medio superior, etapa de la que salimos vivos convertidos en adultos. Todo ocurre en la escuela –la tuya, la mía, a la que asistirán mis hijas–, sitio de aprendizaje, punto de encuentro y convivencia, lugar para afianzar amistades, pero también (según la perspectiva o un giro de la fortuna) muro de los lamentos, paredón de fusilamiento, nido de rencor… parapeto para la sedición.

Programa de mano del 37 Festival de Teatro de la Ciudad

Las dimensiones del escenario del Auditorio Benito Juárez retan a las compañías independientes, acostumbradas a foros más pequeños, a la cercanía de todos los cuerpos involucrados, a resonancias más próximas. En Los introvertidos, la disposición de los paneles verticales y su prolongación (en ele) hacia el piso delimita el fondo, las salidas y el cuadro para que ocurran las acciones. Además de la escenografía construida bajo una simple, pero funcional geometría, las sillas y las mochilas también se conjugan para que la presencia de las actrices (Ximena Guerrero, Luisa Toral, Mereny Ruvalcaba y Vianey Arellano) y el actor (Javier Corral) se llene de vitalidad y carisma en el tablado. El vestuario escolar también juega en favor de una propuesta visual que resalta los colores primarios (con los que se han leído emociones y temores) para sugerir el resultado de sus combinaciones.

Si el pintor vanguardista Piet Mondrian redujo la paleta cromática (“retícula cósmica”) para explorar las complejidades estructurales del enfoque arriba/abajo y la forma horizontal/vertical, cada uno de los introvertidos, identificados con colores primarios, ahonda sobre sí para llegar a sus adentros y desde ahí reconocerse en los otros. Mondrian, reflexiona la simpática del grupo, “creía que era posible lograr un conocimiento de la naturaleza más profundo que el proporcionado por los medios empíricos. Cada una de sus obras estaban basadas en ese supuesto conocimiento esencial. Una frase suya lo resume todo: «Cuando encontremos lo real absoluto el arte ya no será más necesario»”.

Me detengo, ya para concluir, en un par de cuestiones; una que choca al oído y otra que enturbia el sentido de la escena final. Si bien la repetición de información por medio de los diálogos cumple con alguna función al inicio de la obra (las cantaletas de los profesores o el reforzamiento del conflicto), poco a poco la duplicación de parlamentos sobrecarga una única vía de comunicación: la lingüística, quitando protagonismo a los otros recursos de expresividad: gestos, miradas, desplazamiento y el sonido acompasado que producen con sus cuerpos. Por último, la pirotecnia en escena conlleva sus riesgos y, en consecuencia, cierta cautela (me refiero al plan b) por si algo se sale de control. Ya sabemos lo que le sucede a quien con fuego juega. Supongo que las cuatro bengalas (velas volcán) tenían que haberse prendido, al igual que las bombas de humo de colores. Así, entonces, el manejo de luces y el oscuro total en la sala, con el sonido de las ambulancias de fondo, hubieran lucido, dejando en claro el destino de los introvertidos. ¿Les falló la bomba, solo quedaron encerrados en el laboratorio, o también mueren?

La propuesta de Bethlem Teatro nutre tanto la escena juarense como el teatro juvenil. Si, por un lado, hay que aplaudir el trabajo de formación y dirección de Angélica Anahí Pérez; por otro, espero seguir atento el desarrollo actoral del elenco. La manufactura de Los introvertidos se gesta desde un centro escolar; saben bien de lo que hablan. El tema nos urge a no desatender a nuestros jóvenes, tan llenos siempre de color.

Carlos Urani Montiel