
No hay un récord Guiness para la pena infinita y aun así la impunidad gana el premio por mayor número de espectadores. Actualmente la violencia se sitúa en una posición recurrente quasi perenne en el estrato social, y por dolorosa que sea, nombrarla a través del arte es una obligación indispensable para que la justicia le gane cabida al olvido, de ahí que puestas en escena como el texto de López Romero sean imprescindibles en festivales como este.
El día miércoles 4 de agosto, la compañía Bethlem teatro, con la dirección de Angélica Pérez, nos estremeció mediante una cuidadosa escenificación llena de imágenes poéticas, diálogos amargos y una aguda crítica social. La puesta, basada en el texto de Marco Antonio López Romero La ciudad donde más gente mira al cielo, nos muestra la dicotomía que día a día converge en esta ciudad.
La obra compara dolorosamente el privilegio de estar en “la ciudad donde más gente mira al cielo” y el detrimento de nacer en la “Ciudad más violenta del mundo” (2009-2011) , con una tasa de homicidios de 271 por cada 100 000 habitantes, y en el país con las seis ciudades más violentas del planeta. Este dato a veces ha querido ser olvidado, otras, escrito casi como apellido de los juarenses, por lo que se obligó al público a dividirse entre el premio Guiness de la minoría privilegiada y la mayoría que tiene (tenemos) en el repertorio de la memoria, plasmada la muerte o desaparición de un ser amado.
En escena, fuimos acompañados por el sonido doloroso de una guitarra acústica, interpretada por Daniel Aguilar, y cautivados por un grueso camino de arena dibujado lado a lado, delimitado por algunos telescopios y una red en forma de mandala que cuelga del techo del escenario. A lo lejos, se escucha la voz de una familia que emocionada mira la bóveda estelar con fascinación. Por otro lado, más cerca, casi con nosotros, iluminados por una tenue luz amarilla, se encuentran dos hombres y una mujer, que ignoran a lo largo de toda la obra los telescopios y la posibilidad de mirar las estrellas, y que, cansados, se limpian el sudor de la frente y alejan la arena de los ojos mientras escarban el suelo, que los primeros indiferentes pisan, para buscar prendas y objetos que puedan darles un poco de la certeza que el cielo no puede entregarles.

En el siguiente cuadro, el reparto conformado por Osvaldo Esparza, Alan Escobedo e Ivonne Chávez, da vida a la voz de los personajes mediante un cautivador monólogo de hechos testimoniales para explicar el por qué, a diario, vuelven a buscar respuestas en los mismos lugares. Así, el escenario se tiñe de rojo y el son de la guitarra acompaña a su memoria, permitiendo, a través de sus acordes, seguir las emociones de cada uno de los intérpretes a los miembros de la audiencia.
Finalmente, el recuento de las pertenencias perdidas: un sostén, trozos de ropa, la cartera vacía y retazos de tela, traen a la imaginación del espectador temibles hechos y la oportunidad de incurrir, quizás en silencio, a la plegaria que entre ellos solicitan, único momento en el que miran hacia arriba, no buscando a las estrellas sino, más bien, pidiendo respuestas. Esto, mientras uno de los personajes cuelga, uno a uno, nombres de algunos desaparecidos. ¿Se convierte el cielo en un resguardo para la memoria y la esperanza? Sin duda, en la realidad deseamos creer que la justicia no se hace esperar.
Como dato adicional, es rescatable la cantidad de audiencia en la 39 entrega del Festival de Teatro de la Ciudad, donde, de 300 butacas, 270 fueron ocupadas y aún pudieron verse a lo largo de toda la puesta personas sentadas en los escalones o recargadas en la pared, con el único fin de estar más cerca del escenario. Ciertamente, el confinamiento nos hace ansiar momentos de esparcimiento. Tal vez, después de esto y a raíz de las novedosas propuestas tanto virtuales como presenciales (con “sana distancia” o desde el auto) habrá una nueva oportunidad para el teatro.