Imagen que niega la identidad: Arquetipos

La editorial Anverso acaba de arrancar hace un par de meses con la publicación de tres números en su colección Museo Vivo: Miedo de Jazmín Cano, Blu de Antonio Rubio Reyes y Arquetipos de César Graciano. Este último poemario se constituye de diecisiete poemas breves que tratan temas relacionados con la identidad y la relación familiar. Comienza con “Foto familiar” y termina con “Fin de la especie”.

La imagen resulta fundamental no solo para la construcción de un poema sino también para su interpretación. Es así que, para poder dialogar con el texto poético sea necesario apelar a los sentidos (oír, palpar, gustar, oler, ver)  y no precisamente apegarnos a un sistema lógico y racional. Hay que reconocer que la identidad se adquiere a través de la imago antes de con el lenguaje: fragmentación. No resulta extraño que en la poesía la palabra la recree: ¿a quién se le ocurrió que un poema debe tener una verdad? Esta, en todo caso, se descompone en pedazos de espejos y cada quién tome su parte: polisemia, le llamamos los “académicos”. El sujeto metafórico lezamiano es aquel que se convierte en el articulador de dicho sentido: el que arma el rompecabezas (que no solo tiene una forma). Puede ser el poeta o el lector, pues el poeta es lector y el lector, poeta. Así, después de tal preámbulo tomo la voz poética de Arquetipos y la traduzco a palabras más profanas.

Arquetipos, a través del verso libre y la extensión breve, muestra un dominio sobre la relación ritmo-sema; es decir, los poemas transforman el ritmo según el valor semántico de las palabras del verso. Así, tenemos diversas dicotomías y relaciones que giran alrededor de la obra: “yo poético-madre”, “yo poético-padre”, “yo poético-sujeto de deseo”. La imagen paterna, en los poemas, es dura. Representa lo que la voz poética debería ser, pero no es: hay rechazo y conflicto que conlleva a no seguir la norma de un paradigma cerrado, sustentado en la procreación y la culpa. De la misma forma, la madre es la igualdad de destino, soporta el pesar y la carga del hijo:

Sé que solo espera a que yo duerma

para salir sin hacer ruido

y amarrar una cuerda

al árbol que fue mi infancia.

Uno de los dos tendrá que usarla.

En “Foto familiar”, como el mismo título dice, se retrata la imagen de los miembros de la familia y hay un juego de los ritmos en el que la pasividad de la madre se recrea en el uso mayoritario del yambo (pie de sílaba débil seguida de una fuerte, color rojo) que contrasta con el anfíbraco (pie de sílaba débil, seguida de una fuerte, seguida de una débil, color amarillo) que constituye la imagen del padre sonriendo y los troqueos (pie de sílaba fuerte seguida de débil, color azul) que giran en torno a los juicios del hijo sobre la imagen paterna. Adjunto la imagen:

Tabla rítmica de «Foto familiar»

Como bien se observa, el único anapesto (dos sílabas débiles seguida de una fuerte, azul fuerte) constituye la imagen de la voz poética. Además, se alinea a la izquierda en contraste, haciendo eco a la no permanencia. Se desconoce en su estirpe. La recreación de retrato es una prueba del valor de la imagen en la poesía.

Es así que, a través del uso del ritmo y la ausencia de dificultad sintáctica, surge la imagen que nos desnuda una voz poética atrapada en una red de culpas, desencuentros y fallas. El empleo moderado de la metáfora cristalizará todo esto:

Tu cuerpo recreaba

las líneas de la ciudad

donde siempre me sentí de paso.

Forastero de un cuerpo que no le pertenece, de una ciudad que no es la suya, de una familia que le resulta ajena. La voz poética, entonces, corresponde a una identidad titubeante que no alcanza la plenitud de los extremos de la dicotomía: demasiado afeminado para romperle el corazón a un hombre, y para que se lo rompan.

El sujeto lírico no es libre, el espacio de la poesía se convierte en un confesionario: no siempre hay denuncia ‒cuando la hay se dirige hacia ese “dios” que también titubea en su identidad‒, puesto que él se sabe “erróneo”, la falla del sistema: el martirio y la lucha en contra ya no solo del deseo sino de algo suyo que no quisiera descubrir a los otros, pero que resulta inevitable. Lo flagelan ‒con la culpa, el rechazo, la indiferencia‒ y se flagela. El culmen recae en la negativa frente a la procreación. Hay una línea estrecha entre sexualidad y erotismo, pero el abismo de esa brecha es inmenso: lo sexual consiste en arraigar raíces en la estirpe, el erotismo, placer por placer… el derroche, el vacío, pulsión de muerte. La perversión de destruir una línea que debe perpetuarse: 

Planeo llenar de vergüenza

a todos mis antepasados

siendo el primero

en dejarlos sin futuro.

Es esta la destrucción que el padre adjudica a su hijo. Excesivo sería dejarle a cargo un martillo, lo que queda es recoger los escombros (como la abuela) de lo que se arruina: “Que un hombre / sobre otro hombre / no hace una familia”. En “Otras familias”, la ausencia de hijos representa el castigo hacia una perversión (justo este poema me recordó Miedo de Cano, la pederastia disimulada, simbólica). Dios ahí, testigo pusilánime, o no.

La poesía siempre ha sido depósito del sujeto: se llena de aquello que debe externarse, porque si no se vuelve patología, o quizá ya lo sea (lo más seguro). Reconstruir la imagen por medio de la palabra es arduo: Graciano lo hace con éxito ‒lo cual no libra de lo amargo de la desesperanza que se retrata‒.  Uno puede encontrar catarsis aquí. Se denuncia un sistema cruel, despiadado, capaz de negarle una identidad al sujeto, y el sujeto sin identidad es nada. Los discursos yacen en todos lados, listos para desgarrar: ¿cómo enfrentarse a ellos? A veces uno se desvanece ante el intento. La literatura queer ha marcado un camino ‒importantísimo‒ hacia un encuentro, hacia la revolución contra un sistema patriarcal que afecta a tantas y tantos… pero a veces no basta. ­A veces uno se sabe derrotado, sin lugar, con la cuerda en el árbol llamándonos, con el padre aguardando con la mirada severa… esperando a que seamos el “arquetipo” que nos corresponde.

César Graciano, Arquetipos. Anverso, Ciudad Juárez, 2019, 23 pp. [Colección Museo vivo].